Taza de té caliente
entre las manos. Agradable calor que calienta las palmas heladas.
Manta sobre las piernas. Música agradable salida de una película de
esas que generan recuerdos que bien podrían haber sido vividos en
carnes propias. Ventana empañada, debido al contraste del calor de
la habitación con el gélido aire exterior.
Pensamientos que
vuelan…
Saboreaba el tiempo
que le quedaba en aquel lugar, que no era demasiado. No era una mala
vida.
Gente por doquier. Y
no colegas de conversación superficial. Amigos con los que conectas
de centro a centro. De corazón a corazón. Aunque con pequeños
trozos de alma diferentes. Amigos que te abrazan y te traen de
vuelta, que te hablan y te hacen viajar, que te sonríen y te hacen
sentir afortunada.
Un trabajo muy
estresante. Nunca había tiempo para terminar todo, o llevar las
cosas al día de manera clara, limpia, en primera línea, tranquila.
Pero una faena con vida, propósito, función y frutos, pese a la
preocupación por no cumplir con la tarea a la altura de los niveles
deseados.
Un enclave precioso.
Una comarca sin delincuencia, sin falta de empleo y por tanto de
jornal. En la que chicas jóvenes pasean por lugares oscuros a altas
horas de la mañana sin peligro. Con curiosas portadas de periódico
como “borracho pelea con lo que él cree hombre invisible”. Un
lugar lleno de acantilados, calas vírgenes, pequeños bosques
inesperados, puertecitas de gnomos en bases de árboles, gigantescos
escualos vegetarianos y lugareños amables y plácidos.
Ya sólo le quedaba
una semana para liberarse de la fuente de angustia, y unos pocos días
más para despedirse del lugar.
¿Qué vendría
después? Los vientos de cambio soplaban de nuevo...