jueves, 10 de noviembre de 2016

Chiribita

Era un hombre muy alto, rubio y con gafas. Vestía formal, con camisa a rayas bien compaginada con el resto de su ropa.
Los ojos eran brillantes tras las gafas y la expresión juvenil para su edad, o más bien jovial. Sus manos eran grandes y cálidas cuando apretó mi mano como saludo y presentación.
No le presté mucha atención al principio, pues estaba sentado junto a mí y tiendo más a mirar a los que se sientan en frente. Mi jersey verde oscuro estaba en el banco entre los dos, como para marcar separación.
Los compañeros de enfrente se enzarzaron en una conversación animada.
Despreocupadamente le hice una pregunta sencilla del tipo ¿cuál es tu horario de trabajo? Y terminé escuchando sus historias sobre estatuas croatas con libros abiertos o cerrados -según si los lugareños se consideraban pro-venecianos o anti-venecianos-, vikingos en Reino Unido, lo mal que dicen que huele Venecia en verano y que lo primero que hizo cuando tuvo internet instalado en su apartamento fue sentarse a escuchar serie- dramas de la BBC durante horas en un piso en el que el único mueble era una cama. Eso me hizo reír a carcajadas.
A pesar de lo avergonzada, por mi dominio pobre del inglés en comparación con el suyo (nivel lengua materna) y de lo cansada, por no haber dormido en condiciones la noche anterior; fue obvio percibir que era una persona con chiribita.
Volvimos caminando, esta vez la historia versaba sobre compañeros de piso vegetarianos que se aliaban para prohibirle cocinar carne (debido al “mal olor”) en una votación democrática injusta, con la ironía de que ellos eran fumadores y él no. Se me escaparon varias sonrisas por el camino, a pesar de mi estado abotargado y de mi predisposición a estar de fondo aquella noche, a sólo escuchar.
Su vivacidad y agudeza me hubieran inspirado en otro momento. Quizás otra noche.


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