Era un hombre muy alto, rubio y con
gafas. Vestía formal, con camisa a rayas bien compaginada con el
resto de su ropa.
Los ojos eran brillantes tras las gafas
y la expresión juvenil para su edad, o más bien jovial. Sus manos
eran grandes y cálidas cuando apretó mi mano como saludo y
presentación.
No le presté mucha atención al
principio, pues estaba sentado junto a mí y tiendo más a mirar a
los que se sientan en frente. Mi jersey verde oscuro estaba en el
banco entre los dos, como para marcar separación.
Los compañeros de enfrente se
enzarzaron en una conversación animada.
Despreocupadamente le hice una pregunta
sencilla del tipo ¿cuál es tu horario de trabajo? Y terminé
escuchando sus historias sobre estatuas croatas con libros abiertos o
cerrados -según si los lugareños se consideraban pro-venecianos o
anti-venecianos-, vikingos en Reino Unido, lo mal que dicen que huele
Venecia en verano y que lo primero que hizo cuando tuvo internet
instalado en su apartamento fue sentarse a escuchar serie- dramas de
la BBC durante horas en un piso en el que el único mueble
era una cama. Eso me hizo reír a carcajadas.
A pesar de lo avergonzada, por mi
dominio pobre del inglés en comparación con el suyo (nivel lengua
materna) y de lo cansada, por no haber dormido en condiciones la
noche anterior; fue obvio percibir que era una persona con chiribita.
Volvimos caminando, esta vez la
historia versaba sobre compañeros de piso vegetarianos que se
aliaban para prohibirle cocinar carne (debido al “mal olor”) en
una votación democrática injusta, con la ironía de que ellos eran
fumadores y él no. Se me escaparon varias sonrisas por el camino, a
pesar de mi estado abotargado y de mi predisposición a estar de
fondo aquella noche, a sólo escuchar.
Su vivacidad y agudeza me hubieran
inspirado en otro momento. Quizás otra noche.
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